martes, 27 de agosto de 2013

Soy duro, lo sé


Fuente de Duchamps

Yo también soy un maestro de las apariencias. Hace tiempo que renuncié a dar mi verdadera cara a los demás. Hasta hace poco. Por eso, me imagino que odio tanto “el postureo” y el “gafapastismo”, al snobismo y la adicción al decoro y las buenas maneras.

Un ejemplo es el mundo pijo-universitario. El pijo-universitario comienza el día con el “guasap” y termina la noche con el “guasap”. No puede evitar salir de casa sin soltar miradas salvajes a demás chicas de su especie. Intenta ligar o “caer bien” al menos. Se pasea por la universidad buscando fumarse un cigarro con un amigo salvaje que aparece entre los pasillos de la biblioteca. El pijo-universitario finge tener una sonrisa de oreja a oreja, coquetea con todas las chicas del patio y ninguna le echa cuenta. Se para a hablar con cualquiera, ávido de una conversación plastificada. Se echa al tiempo, para que le conduzca a historias interesantes, a nuevas amistades rellenas de crema barata de repostería. “Caigo bien”. Ríen por fuera y se lamentan por dentro.

Algunas personas conocen ya mi pasión por la crítica mordaz  y ácida al “cursi gafapastas”, que nadie le ha dicho que de culto y de sabio no tiene nada. Tiene la pinta de un “gilipollas” que no puede ni con su rostro. Llevarlo encima, digo, llevar encima tanta mentira y patetismo entre las cejas, la barbilla y la nuca. El “gafapastas” vive un mundo de ficciones que no existe. Es una especie de adicto a la vida “chupiguay” del dinero, la televisión, Internet y el activismo político. Lo mismo te defiende el aborto que te lo critica. Es un acérrimo defensor del voto. Es un pésimo representante de la dignidad humana. Lo digo porque habla mucho y hace poco. Eso de la “generosidad” está muy bien. Para el hombre, piensa, pero no para mí. ¿Yo, dar mi dinero, mi tiempo, mi vida... por los demás? Se ríe. Es para verlo. Lleva pulseritas en la muñeca en contra del racismo pero es incapaz de hablar con el negro que pide en el semáforo. “¡Ah no, no tengo dinero, perdona!”, dice.

Soy duro, lo sé. Pero no opinéis tan rápido aquellos que no me conozcáis en esta faceta violenta. En verdad, soy duro conmigo mismo. Yo soy así en parte. Yo soy aquel que se dedica a pasearse por los pasillos, yo soy aquel pedante gafapastas que no puede dejar de quedar como un "culti-capullo". Yo soy el primero que vivo el mundo de la comodidad y me quejo si me ponen ensaladilla rusa en la comida porque la odio. Soy duro, lo sé, pero lo soy conmigo mismo también.

No puedo evitar preguntarme si podemos seguir viviendo entre tanta tontería. Vivimos nuestra vida como si fuera un juguete. Como si pudiera permitirme vivirla en broma, como si fuera eterna aquí en la tierra. Os lo digo muy claro, pues llevo varios días pensando profundamente en esto: la vida se acaba en el momento menos pensado. No es que haya que aprovecharla. Frente a la muerte no vale el dinero, el rendimiento introspectivo o alguna suerte de palabreja de auto-ayuda. La vida ha de ser el reflejo de algo más grande. Muchos empezamos el curso en pocos días. Otros ya estáis en medio del trabajo, la alegría y la mierda diaria. ¿Qué haremos con nuestra vida a partir de mañana? ¡AMAR! ¡QUERER! ¡COMPARTIR! ¡BESAR! ¡CORRER! ¡LLORAR! ¡SUFRIR! ¡Vivir una vida autentica! Que no es vivir con una plenitud emocional parecida a la de los anuncios de colesterol. Hablo de responsabilidad, de amplitud de miras, de cuidar de los amigos, de sacrificio, de holocausto, de fuego, de morir por los demás, de estudiar, de rezar, de adorar a Dios, de compremeterse por nuestro país, por nuestro pueblo. Hablo de renunciar a la piedad pija del católico piadosillo que el domingo va a misa y el lunes se harta de criticar. Hablo de renunciar del mundo, porque no pertenecemos a él los hombres libres, y sacar a todos nuestros amigos de la mierda de un ambiente que se va al carajo. Soy duro, lo sé. 

viernes, 23 de agosto de 2013

Paisajes de tempestad y de agua

La vuelta al colegio
Jesús Sanz

Ver un paisaje lluvioso es una de las experiencias más conmovedoras. Las gotas que caen del cielo regando el cemento o la hierba; el barro ensuciando los zapatos; los pies empapados; el pelo mojado y la cara cubierta de gotas de lluvia. Ver un paisaje lluvioso es sentir la naturaleza en tu cuerpo; andar hasta la desolación y la luz; hundir tus pies en el asfalto y la tierra; caminar hasta donde no hay rumbo, pensando en que será de ese mundo decadente y perdido; cantar bajo la lluvia y que piensen que estás loco; deprimirte por el futuro y amar el presente de manera desconsolada. ¡Tocar! La lluvia y pasear son dos realidades hermanas en la mente de Dios.


A veces puede parecer que ver llover desde casa, tras una ventana, es mejor. Es verdad que es más cómodo, pero no más real ni más bello. La lluvia hay que tocarla con los dedos de los pies y de las manos. Para saber que es la lluvia hay que mojarse. Del mismo modo en que el frío no se mira, sino que se toca; la lluvia hay que resfriarla por dentro. Si miramos el frío, lo que vemos es el hielo, las partículas que dejan de agitarse por falta de energía térmica. Si miramos la lluvia, solo vemos el agua. El invierno y el otoño son contextos que se viven en la piel y no en la retina. Para conocer la esencia de las cosas es necesario acercarse. Para saber qué es un cuchillo, hay que cortar cebolla o acuchillarse. El paisaje lluvioso es lluvioso porque está mojado. El hombre lluvioso es aquel que no corre por miedo a resfriarse. Si corre bajo la lluvia es porque danza al cielo y lo disimula. Si corre bajo la lluvia, ama el agua y quiere más gotas en su rostro.  

Por eso, son los niños los que saben de verdad cual es la naturaleza de la tempestad y del agua. No dudan en ignorar a sus padres para jugar al balón bajo la lluvia y mancharse de barro. La ropa sucia y la fiebre no entran en la risa de un niño bajo la lluvia. Están horas y horas en la orilla de los mares., haciendo diques de arena. Los adultos, que temen la humedad y el silencio, permanecen bajo el techo o en la arena caliente, hasta que el calor o el paraguas les alcanza. Los niños sencillos, que quieren jugar, les da igual resfriarse.

miércoles, 21 de agosto de 2013

¿Qué me enseñó mi abuela?


Mi abuela era una de las mujeres más guapas que he visto en mi vida. La recuerdo como la conocí: una señora con el pelo blanco y rizado, unas mejillas hinchadas de sonrisas y un vientre grande que dio a luz a siete hijos. A plena vista era la transfiguración de una vejez que no es vejez siquiera, pues podían pasar 80 años y el pelo blanco no diría nada en contra de su belleza más oculta. Era la feminidad engendrada. Nada de feminismos machistas ni de mojigaterías. Mi abuela no era tonta sino una mujer de verdad. Mujer de esas que toman la vida “por los cuernos” y se hacen respetar no por el “mal genio” sino por la capacidad que tienen de amar a los demás y de hacer la vida agradable a los que tienen a su alrededor.

La echo de menos a cada segundo que pasa. Y el problema se agrava. Si recuerdo aquellas veces en las que no fui a verla porque estaba aquí sentado, frente al ordenador, no puedo evitar sentirme culpable. Estaba en la casa de al lado. No puedo disfrutar ahora de su presencia, de sus años, de sus enfermedades, de sus ojos y sus manos suaves. Ahora está oculta tras un velo de muerte. Pero no me interpretéis en clave trágica. Todo velo se desvela. Cuando me llegue la hora, no habrá tragedia para mí. Veré a los muertos, pues seré uno de ellos. Y en verdad, estaré más vivo que los que campan por la tierra. Hoy no hablo de la irreversibilidad de la muerte o de la vida eterna.

Mi abuela me enseñó muchísimas cosas. Entre ellas la belleza que tiene no hablar mal de nadie. Decía un sacerdote amigo de la familia que nunca le oyó soltar una crítica a maldad. Pocas personas pueden presumir de eso. Yo no puedo. Sin embargo, lo más valioso me lo enseñó en el ataúd.

A mi abuela la vi muerta. Primero en el hospital, por la mañana, al enterarnos que había fallecido por la madrugada. El día anterior había tenido una parada cardiorespiratoria. Mi hermano y yo habíamos recorrido media España para verla. Y llegamos al garaje cuando sonó el teléfono. “La abuela está en parada...”, dijo mi padre. “¡Ay mi madre, pobrecita... mi madre!”, lloraba su hija. Mi hermano y yo no pudimos evitar echar unas cuantas lágrimas. Y no me da vergüenza decir que yo lloraba como un niño pequeño. No se me olvidará jamás aquel contraste entre los minutos anteriores y aquel preciso instante. Por un momento pensamos que saldría adelante. No fue así. El fiasco de mientras llegábamos al hospital se extendió durante todo aquel día. Mis tíos, mis primos llegaban. Todos a lágrima tendida. Era mi abuela, la santa, la más buena de la familia, la que se estaba muriendo. La que parecía inmortal, aun con los trotes de la vida, estaba muriéndose.

La vi muerta en la cama del hospital al día siguiente y, también, en el tanatorio. Allí estaba: muerta. Antes viva. Ahora no. Puede parecer evidente, pero cuando lo vives no se hace tan lógico. ¿Por qué se muere la gente? No lo sé. Lo único de lo que estoy seguro es que vivimos esta vida con un final. Siempre pensamos en la muerte como algo patrimonio exclusivo de los demás y del hombre en general. ¿Pero morirme yo? ¿Qué hacer con la vida cuando experimentamos que dentro de unos minutos, unos días o unos años estaremos muertos? Esa pregunta me la enseñó mi abuela. En el ataúd. Hoy hace un año y siete meses de su muerte. La echo de menos. Ya no está conmigo. Las tonterías de “está contigo cuidándote”, a mi no me sirven. Estará en el cielo mirándome, pero yo estoy aquí, sin ella.



domingo, 18 de agosto de 2013

¿Era un ángel o un simple mendigo?


Juan es de esas personas que te sorprenden. Tiene un testimonio de fe mucho más fuerte que el mío propio, por ejemplo. Yo lo tengo todo y, un buen día, Dios me ayudó a mejorar (y sigue haciéndolo). Pero a mi alrededor tengo miles de comodidades. Puedo plantearme a Dios como un hobby, y eso es lo que muchas veces hago. Juan, sin embargo, es un hombre que vive en la calle. Un hombre desdentado, que viste ropa sucia, con problemas con la policía a veces... El prototipo de un sin techo que se ha visto envuelto en la dureza de la vida y en los errores que ha cometido con sus seres queridos.

Juan ha pasado por la cárcel y por las drogas. “Me han dejado muy tocao”, dice señalándose la cabeza. Tartamudea un poco, es contestón y algo lento para comprender cualquier cosa. Él lo sabe. Las drogas son un camino del que no se sale sin ningún rasguño. Siempre hay algo que queda, un dolor, un mal recuerdo, un hígado “echo porvo”, un tabique-sin-tabique. Pero cuando conversa con alguien, no cuenta su historia con vergüenza. De hecho, la cuenta sabiendo que él ha hecho muchas cosas mal, pero que también está saliendo adelante. Narra su vida recordando que ya no coquetea con las drogas, que algo de vino si le gusta pero que intenta portarse bien.

Juan es un hombre de la calle y como tal, tiene los “prontos de la calle”. Sus nervios, sus enfados, sus “lloreras” son sus gestos más propios. “El otro día me metió una patá un policía porque estaba durmiendo en er río y le metí un botellaso...”, me contaba a la entrada de un convento. Es una persona muy normal. No crean que les estoy contando la historia de un “santito”. Habitualmente tales “santitos” no lo son tanto. Estoy hablando de un hombre de carne, hueso, pecados y glorias. Un hombre con las mismas tentaciones o peores que cualquiera. Un hombre que durmiendo entre cartones eligió a Dios por encima de su propia vida de sufrimientos y de cárcel.

Llevaba tiempo observándole. Vamos al mismo grupo de oración. A mi me sorprendía muchísimo sus rezos. No hablaba con la típica “beatería” que odio, sobre todo, porque me he criado sin tonterías. Era una oración sentida, poderosa, que gritaba con voz potente una sola cosa: “¡Gloria a Dios!”. Una persona que sufre tanto, que no puede resguardarse del calor sevillano de las cuatro de la tarde; una persona que no tiene más que una maleta con cuatro cosas regaladas; una persona así, ¿cómo puede empezar a rezar proclamando con todo su corazón, con toda su voz, una alabanza a Dios y no una petición? Podría pedirle una casa, un poco de dinero para vivir el día a día, una muerte rápida... pero se seca las lágrimas de los ojos, se pone erguido, aunque tiene un traumatismo en el costado, y grita “¡Gloria a Dios!”.

A mi eso me dejó conmocionado. Yo siempre pidiendo, quejándome, viviendo para mí, esperando que los demás me agraden, me llamen, me quieran... y sin embargo, alguien que lo pasa peor que yo porque lo ha perdido todo por sus errores o por las dificultades de la vida, se levanta y glorifica al Señor, da testimonio de la grandeza de Dios y la fidelidad de su Amor. Con voz potente. Con la seguridad de quien ha visto un milagro. Una fe tan sencilla sobrepasa el histrionismo y la fe superficial de muchos que intentamos ir todos los días a misa por obligación. El pequeño publicano que denuncia sus propios pecados a Dios frente al fariseo que se alaba a sí mismo.


Llevaba varias semanas queriendo hablarle. Y ayer lo hice. En seguida nos interrumpieron. Iban llegando conocidos al convento. Sin embargo, los 2 o 3 minutos me enseñaron una gran lección de vida. Vi con claridad la fuerza de ayudar a los pobres y a los que sufren. No desde la condescendencia. Dios puede compadecerse, pero ¿yo puedo? Si soy tan miserable como cualquiera. Cuidar a los pobres de igual a igual, porque en lo material o cultural seremos distintos (incluso mejores), pero en el espíritu, que es lo que importa, algunos nos dan tres mil vueltas.