El
alcohol hay que disfrutarlo. Una copa de vino, una cerveza o un
Gin-Tonic puede contribuir a la mejora de nuestra vida, a alegrarnos
el corazón. Sin embargo, parece que este bien no importa, pues
cierta moral nos dice que el alcohol es malo. La experiencia parece
decirnos que lo digno de elogio es el estar enteramente sobrio. Nos
bombardean en los telediarios con que el alcohol es una bebida
malvada. En Inglaterra, las tasas sobre el alcohol se llaman las
“tasas
sobre el pecado”.
Y nosotros, que se supone que somos más liberales, lo pensamos así
también. Hemos sido educados en la moralidad más rígida posible.
El puritanismo laico, en su necesidad de inventar pecados sociales,
ha demonizado el alcohol. Eso ha influido mucho en nuestra generación
y, sobre todo, en aquellos que vivimos en ambientes cristianos.
Parece
que no es así en ciertos ambientes como la Universidad de Navarra,
porque sus estudiantes van a emborracharse cuando salen de fiesta
los fines de semana. Los “buenos chicos” de la universidad
piensan que la sobriedad es aburrida y, además, piensan que beber
bien es tomarse una “copita de vino”. Desconocen el don de la
ebriedad del que hablaba Claudio Rodríguez, y desde luego no han
leído ni una página de Chesterton. Cuando empiezan a beber un poco
más de la cuenta y se notan flotar sobre la pista de baile de
Marengo, se sienten fracasados. Beben porque la vida no da para mucho
más. “Somos malos, somos pecadores, no podemos cumplir lo perfecto
de nuestras asfixiantes normas morales”. El alcohol, que es lo más
sano del mundo, en sus borracheras voluntarias se ha convertido en el
pozo de muchos jóvenes.
Creo
que el botellón tiene mucho de eso: de perfeccionismo moral. Si para
tí portarse bien solo es posible en casa, al lado de mamá, junto a
tu esposa o novia, bebiendo Coca-Cola Light, cuando toca divertirse
no sabes hacerlo. El bien parece aburrido y doloroso. Además, nos
creemos que cualquier mal nos hace malvados por entero y, si eso es
así, ¿qué nos impide tirar nuestra vida por la borda, si lo único
que nos interesa, a muchos de los jóvenes de hoy, es ser personas
impecables? Así, el botellón es una especie de contra-terapia de
grupo, una especie de huida de la moral que nos asfixia. El alcohol
es malo, pero como mi vida es una mierda, me emborracho. ¡Cómo si
salir de fiesta fuera malo y beber vino fuera aún peor?
¿Imagináis
a los monjes medievales, que preparaban los jugosos licores y bebidas
alcohólicas que hoy disfrutamos, como pervertidos traficantes del
vicio? El alcohol, en la mayoría de sus modalidades, está para
disfrutarlo, para que a veces nos pasemos de la raya. Los medievales
ya lo decían: hay que beber “usque
ad hilaritatem”
(hasta la hilaridad). Es cierto que mejor no llegar al punto del
“usque
ad cogorcitatem”,
es decir, “hasta revolcarse por el suelo sobre un charco de vino”
pero, si pasa, ¡no hay que desesperarse! ¿Vamos a vivir resentidos
por una cogorza escandalosa?
Beber
despreocupadamente es uno de los grandes retos que tiene la juventud
moderna: beber sin pensar que su vida no tiene sentido, beber sin
ocultar sus inseguridades en una discoteca, beber sin silencios
interiores que les abrase. Beber, sobre todo, al estilo de las
tabernas británicas: bailando, brindando y cantando.
Muchos,
después de leer esto, dirán que soy un progresista o un liberal.
Espero que no sea así, pues mantengo todo esto desde la doctrina
cristiana. Más bien, si acaso, seré un hereje.
No hay comentarios:
Publicar un comentario