martes, 12 de marzo de 2013

Bendita la bebida que alegra el corazón del hombre (Sal 104, 15)



El alcohol hay que disfrutarlo. Una copa de vino, una cerveza o un Gin-Tonic puede contribuir a la mejora de nuestra vida, a alegrarnos el corazón. Sin embargo, parece que este bien no importa, pues cierta moral nos dice que el alcohol es malo. La experiencia parece decirnos que lo digno de elogio es el estar enteramente sobrio. Nos bombardean en los telediarios con que el alcohol es una bebida malvada. En Inglaterra, las tasas sobre el alcohol se llaman las “tasas sobre el pecado”. Y nosotros, que se supone que somos más liberales, lo pensamos así también. Hemos sido educados en la moralidad más rígida posible. El puritanismo laico, en su necesidad de inventar pecados sociales, ha demonizado el alcohol. Eso ha influido mucho en nuestra generación y, sobre todo, en aquellos que vivimos en ambientes cristianos.

Parece que no es así en ciertos ambientes como la Universidad de Navarra, porque sus estudiantes van a emborracharse cuando salen de fiesta los fines de semana. Los “buenos chicos” de la universidad piensan que la sobriedad es aburrida y, además, piensan que beber bien es tomarse una “copita de vino”. Desconocen el don de la ebriedad del que hablaba Claudio Rodríguez, y desde luego no han leído ni una página de Chesterton. Cuando empiezan a beber un poco más de la cuenta y se notan flotar sobre la pista de baile de Marengo, se sienten fracasados. Beben porque la vida no da para mucho más. “Somos malos, somos pecadores, no podemos cumplir lo perfecto de nuestras asfixiantes normas morales”. El alcohol, que es lo más sano del mundo, en sus borracheras voluntarias se ha convertido en el pozo de muchos jóvenes.

Creo que el botellón tiene mucho de eso: de perfeccionismo moral. Si para tí portarse bien solo es posible en casa, al lado de mamá, junto a tu esposa o novia, bebiendo Coca-Cola Light, cuando toca divertirse no sabes hacerlo. El bien parece aburrido y doloroso. Además, nos creemos que cualquier mal nos hace malvados por entero y, si eso es así, ¿qué nos impide tirar nuestra vida por la borda, si lo único que nos interesa, a muchos de los jóvenes de hoy, es ser personas impecables? Así, el botellón es una especie de contra-terapia de grupo, una especie de huida de la moral que nos asfixia. El alcohol es malo, pero como mi vida es una mierda, me emborracho. ¡Cómo si salir de fiesta fuera malo y beber vino fuera aún peor?

¿Imagináis a los monjes medievales, que preparaban los jugosos licores y bebidas alcohólicas que hoy disfrutamos, como pervertidos traficantes del vicio? El alcohol, en la mayoría de sus modalidades, está para disfrutarlo, para que a veces nos pasemos de la raya. Los medievales ya lo decían: hay que beber “usque ad hilaritatem” (hasta la hilaridad). Es cierto que mejor no llegar al punto del “usque ad cogorcitatem”, es decir, “hasta revolcarse por el suelo sobre un charco de vino” pero, si pasa, ¡no hay que desesperarse! ¿Vamos a vivir resentidos por una cogorza escandalosa?

Beber despreocupadamente es uno de los grandes retos que tiene la juventud moderna: beber sin pensar que su vida no tiene sentido, beber sin ocultar sus inseguridades en una discoteca, beber sin silencios interiores que les abrase. Beber, sobre todo, al estilo de las tabernas británicas: bailando, brindando y cantando.

Muchos, después de leer esto, dirán que soy un progresista o un liberal. Espero que no sea así, pues mantengo todo esto desde la doctrina cristiana. Más bien, si acaso, seré un hereje. 

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