El Santo Cura de Ars |
Quedaba
poca harina para dar pan a todas las huérfanas. Las hermanas
estaban como locas, de un lado para otro. ¿Qué haremos?, se decían
para sí. La casa “La Providencia”, nacida para las pobres
mujeres desamparadas de Ars y los alrededores, ya no podía dispensar
esa labor de caridad tan básica: “Dar de comer al hambriento”.
Las monjas no sabían que hacer. En la cocina parecía decidirse el
destino de todos los siglos. “¡Iremos a preguntarle que hacer a
don Juan!”, gritó una novicia.
Don
Juan era muy querido en ese pueblo y en toda Francia. Era curioso
porque, sin ser un hombre especialmente letrado, su vida de
dedicación y de oración en un pueblo de pecadores como era Ars
había cautivado a toda la sociedad francesa. Nadie quedaba
indiferente ante sus catequesis, ante sus confesiones, ante sus 4
horas de sueño diarias. Nadie sabría, mejor que él, resolver el
problema que tenían entre manos. Él había fundado aquella casa. Él
sabrá que hacer, pensó la novicia.
Y
llegó. Era muy delgado. Sus pómulos, hundidos hasta los huesos,
estaban dibujados de la sonrisa con la que se sonríen todas las
cosas bellas. Las miró y dijo: “Amasad los panes que podáis con
la harina que tenéis y ya veremos lo que hacemos”. Ellas se
quedaron calladas y algo decepcionadas. Querían algo más que esa
simple respuesta.
Pero
se pusieron a ello. Amasaron y amasaron y... ¡amasaron! La poca
harina que quedaba daba de sí, de ella sacaban un pan y otro y
¡otro! ¡Era un milagro! ¡10 grandes panes de 20 libras cada uno!
Se reían sorprendidas. ¡Un milagro! “¡Avisad a don Juan!”,
gritaron. Él vino corriendo, se paró, miró con esa mirada profunda
de párroco durante algunos segundos a las hermanas... y dijo: “El
buen Dios es muy bueno. Cuida de sus pobres”.
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