Juan es de esas personas que te
sorprenden. Tiene un testimonio de fe mucho más fuerte que el mío
propio, por ejemplo. Yo lo tengo todo y, un buen día, Dios me ayudó
a mejorar (y sigue haciéndolo). Pero a mi alrededor tengo miles de
comodidades. Puedo plantearme a Dios como un hobby, y eso es lo que
muchas veces hago. Juan, sin embargo, es un hombre que vive en la
calle. Un hombre desdentado, que viste ropa sucia, con problemas con
la policía a veces... El prototipo de un sin techo que se ha visto
envuelto en la dureza de la vida y en los errores que ha cometido con
sus seres queridos.
Juan ha pasado por la cárcel y
por las drogas. “Me han dejado muy tocao”, dice
señalándose la cabeza. Tartamudea un poco, es contestón y algo
lento para comprender cualquier cosa. Él lo sabe. Las drogas son un
camino del que no se sale sin ningún rasguño. Siempre hay algo que
queda, un dolor, un mal recuerdo, un hígado “echo porvo”,
un tabique-sin-tabique. Pero cuando conversa con alguien, no cuenta
su historia con vergüenza. De hecho, la cuenta sabiendo que él ha
hecho muchas cosas mal, pero que también está saliendo adelante.
Narra su vida recordando que ya no coquetea con las drogas, que algo
de vino si le gusta pero que intenta portarse bien.
Juan es un hombre de la calle y
como tal, tiene los “prontos de la calle”. Sus nervios,
sus enfados, sus “lloreras” son sus gestos más propios.
“El otro día me metió una patá un policía porque estaba
durmiendo en er río y le metí un botellaso...”, me contaba a
la entrada de un convento. Es una persona muy normal. No crean que
les estoy contando la historia de un “santito”.
Habitualmente tales “santitos” no lo son tanto. Estoy
hablando de un hombre de carne, hueso, pecados y glorias. Un hombre
con las mismas tentaciones o peores que cualquiera. Un hombre que
durmiendo entre cartones eligió a Dios por encima de su propia vida
de sufrimientos y de cárcel.
Llevaba tiempo observándole.
Vamos al mismo grupo de oración. A mi me sorprendía muchísimo sus
rezos. No hablaba con la típica “beatería” que odio,
sobre todo, porque me he criado sin tonterías. Era una oración
sentida, poderosa, que gritaba con voz potente una sola cosa:
“¡Gloria a Dios!”. Una persona que sufre tanto, que no
puede resguardarse del calor sevillano de las cuatro de la tarde; una
persona que no tiene más que una maleta con cuatro cosas regaladas;
una persona así, ¿cómo puede empezar a rezar proclamando con todo
su corazón, con toda su voz, una alabanza a Dios y no una petición?
Podría pedirle una casa, un poco de dinero para vivir el día a día,
una muerte rápida... pero se seca las lágrimas de los ojos, se pone
erguido, aunque tiene un traumatismo en el costado, y grita “¡Gloria
a Dios!”.
A mi eso me
dejó conmocionado. Yo siempre pidiendo, quejándome, viviendo para
mí, esperando que los demás me agraden, me llamen, me quieran... y
sin embargo, alguien que lo pasa peor que yo porque lo ha perdido
todo por sus errores o por las dificultades de la vida, se levanta y
glorifica al Señor, da testimonio de la grandeza de Dios y la
fidelidad de su Amor. Con voz potente. Con la seguridad de quien ha
visto un milagro. Una fe tan sencilla sobrepasa el histrionismo y la
fe superficial de muchos que intentamos ir todos los días a misa por
obligación. El pequeño publicano que denuncia sus propios pecados a
Dios frente al fariseo que se alaba a sí mismo.
Llevaba varias
semanas queriendo hablarle. Y ayer lo hice. En seguida nos
interrumpieron. Iban llegando conocidos al convento. Sin embargo, los
2 o 3 minutos me enseñaron una gran lección de vida. Vi con
claridad la fuerza de ayudar a los pobres y a los que sufren. No
desde la condescendencia. Dios puede compadecerse, pero ¿yo puedo?
Si soy tan miserable como cualquiera. Cuidar a los pobres de igual a
igual, porque en lo material o cultural seremos distintos (incluso
mejores), pero en el espíritu, que es lo que importa, algunos nos
dan tres mil vueltas.
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