domingo, 18 de agosto de 2013

¿Era un ángel o un simple mendigo?


Juan es de esas personas que te sorprenden. Tiene un testimonio de fe mucho más fuerte que el mío propio, por ejemplo. Yo lo tengo todo y, un buen día, Dios me ayudó a mejorar (y sigue haciéndolo). Pero a mi alrededor tengo miles de comodidades. Puedo plantearme a Dios como un hobby, y eso es lo que muchas veces hago. Juan, sin embargo, es un hombre que vive en la calle. Un hombre desdentado, que viste ropa sucia, con problemas con la policía a veces... El prototipo de un sin techo que se ha visto envuelto en la dureza de la vida y en los errores que ha cometido con sus seres queridos.

Juan ha pasado por la cárcel y por las drogas. “Me han dejado muy tocao”, dice señalándose la cabeza. Tartamudea un poco, es contestón y algo lento para comprender cualquier cosa. Él lo sabe. Las drogas son un camino del que no se sale sin ningún rasguño. Siempre hay algo que queda, un dolor, un mal recuerdo, un hígado “echo porvo”, un tabique-sin-tabique. Pero cuando conversa con alguien, no cuenta su historia con vergüenza. De hecho, la cuenta sabiendo que él ha hecho muchas cosas mal, pero que también está saliendo adelante. Narra su vida recordando que ya no coquetea con las drogas, que algo de vino si le gusta pero que intenta portarse bien.

Juan es un hombre de la calle y como tal, tiene los “prontos de la calle”. Sus nervios, sus enfados, sus “lloreras” son sus gestos más propios. “El otro día me metió una patá un policía porque estaba durmiendo en er río y le metí un botellaso...”, me contaba a la entrada de un convento. Es una persona muy normal. No crean que les estoy contando la historia de un “santito”. Habitualmente tales “santitos” no lo son tanto. Estoy hablando de un hombre de carne, hueso, pecados y glorias. Un hombre con las mismas tentaciones o peores que cualquiera. Un hombre que durmiendo entre cartones eligió a Dios por encima de su propia vida de sufrimientos y de cárcel.

Llevaba tiempo observándole. Vamos al mismo grupo de oración. A mi me sorprendía muchísimo sus rezos. No hablaba con la típica “beatería” que odio, sobre todo, porque me he criado sin tonterías. Era una oración sentida, poderosa, que gritaba con voz potente una sola cosa: “¡Gloria a Dios!”. Una persona que sufre tanto, que no puede resguardarse del calor sevillano de las cuatro de la tarde; una persona que no tiene más que una maleta con cuatro cosas regaladas; una persona así, ¿cómo puede empezar a rezar proclamando con todo su corazón, con toda su voz, una alabanza a Dios y no una petición? Podría pedirle una casa, un poco de dinero para vivir el día a día, una muerte rápida... pero se seca las lágrimas de los ojos, se pone erguido, aunque tiene un traumatismo en el costado, y grita “¡Gloria a Dios!”.

A mi eso me dejó conmocionado. Yo siempre pidiendo, quejándome, viviendo para mí, esperando que los demás me agraden, me llamen, me quieran... y sin embargo, alguien que lo pasa peor que yo porque lo ha perdido todo por sus errores o por las dificultades de la vida, se levanta y glorifica al Señor, da testimonio de la grandeza de Dios y la fidelidad de su Amor. Con voz potente. Con la seguridad de quien ha visto un milagro. Una fe tan sencilla sobrepasa el histrionismo y la fe superficial de muchos que intentamos ir todos los días a misa por obligación. El pequeño publicano que denuncia sus propios pecados a Dios frente al fariseo que se alaba a sí mismo.


Llevaba varias semanas queriendo hablarle. Y ayer lo hice. En seguida nos interrumpieron. Iban llegando conocidos al convento. Sin embargo, los 2 o 3 minutos me enseñaron una gran lección de vida. Vi con claridad la fuerza de ayudar a los pobres y a los que sufren. No desde la condescendencia. Dios puede compadecerse, pero ¿yo puedo? Si soy tan miserable como cualquiera. Cuidar a los pobres de igual a igual, porque en lo material o cultural seremos distintos (incluso mejores), pero en el espíritu, que es lo que importa, algunos nos dan tres mil vueltas.  

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