viernes, 23 de agosto de 2013

Paisajes de tempestad y de agua

La vuelta al colegio
Jesús Sanz

Ver un paisaje lluvioso es una de las experiencias más conmovedoras. Las gotas que caen del cielo regando el cemento o la hierba; el barro ensuciando los zapatos; los pies empapados; el pelo mojado y la cara cubierta de gotas de lluvia. Ver un paisaje lluvioso es sentir la naturaleza en tu cuerpo; andar hasta la desolación y la luz; hundir tus pies en el asfalto y la tierra; caminar hasta donde no hay rumbo, pensando en que será de ese mundo decadente y perdido; cantar bajo la lluvia y que piensen que estás loco; deprimirte por el futuro y amar el presente de manera desconsolada. ¡Tocar! La lluvia y pasear son dos realidades hermanas en la mente de Dios.


A veces puede parecer que ver llover desde casa, tras una ventana, es mejor. Es verdad que es más cómodo, pero no más real ni más bello. La lluvia hay que tocarla con los dedos de los pies y de las manos. Para saber que es la lluvia hay que mojarse. Del mismo modo en que el frío no se mira, sino que se toca; la lluvia hay que resfriarla por dentro. Si miramos el frío, lo que vemos es el hielo, las partículas que dejan de agitarse por falta de energía térmica. Si miramos la lluvia, solo vemos el agua. El invierno y el otoño son contextos que se viven en la piel y no en la retina. Para conocer la esencia de las cosas es necesario acercarse. Para saber qué es un cuchillo, hay que cortar cebolla o acuchillarse. El paisaje lluvioso es lluvioso porque está mojado. El hombre lluvioso es aquel que no corre por miedo a resfriarse. Si corre bajo la lluvia es porque danza al cielo y lo disimula. Si corre bajo la lluvia, ama el agua y quiere más gotas en su rostro.  

Por eso, son los niños los que saben de verdad cual es la naturaleza de la tempestad y del agua. No dudan en ignorar a sus padres para jugar al balón bajo la lluvia y mancharse de barro. La ropa sucia y la fiebre no entran en la risa de un niño bajo la lluvia. Están horas y horas en la orilla de los mares., haciendo diques de arena. Los adultos, que temen la humedad y el silencio, permanecen bajo el techo o en la arena caliente, hasta que el calor o el paraguas les alcanza. Los niños sencillos, que quieren jugar, les da igual resfriarse.

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