miércoles, 21 de agosto de 2013

¿Qué me enseñó mi abuela?


Mi abuela era una de las mujeres más guapas que he visto en mi vida. La recuerdo como la conocí: una señora con el pelo blanco y rizado, unas mejillas hinchadas de sonrisas y un vientre grande que dio a luz a siete hijos. A plena vista era la transfiguración de una vejez que no es vejez siquiera, pues podían pasar 80 años y el pelo blanco no diría nada en contra de su belleza más oculta. Era la feminidad engendrada. Nada de feminismos machistas ni de mojigaterías. Mi abuela no era tonta sino una mujer de verdad. Mujer de esas que toman la vida “por los cuernos” y se hacen respetar no por el “mal genio” sino por la capacidad que tienen de amar a los demás y de hacer la vida agradable a los que tienen a su alrededor.

La echo de menos a cada segundo que pasa. Y el problema se agrava. Si recuerdo aquellas veces en las que no fui a verla porque estaba aquí sentado, frente al ordenador, no puedo evitar sentirme culpable. Estaba en la casa de al lado. No puedo disfrutar ahora de su presencia, de sus años, de sus enfermedades, de sus ojos y sus manos suaves. Ahora está oculta tras un velo de muerte. Pero no me interpretéis en clave trágica. Todo velo se desvela. Cuando me llegue la hora, no habrá tragedia para mí. Veré a los muertos, pues seré uno de ellos. Y en verdad, estaré más vivo que los que campan por la tierra. Hoy no hablo de la irreversibilidad de la muerte o de la vida eterna.

Mi abuela me enseñó muchísimas cosas. Entre ellas la belleza que tiene no hablar mal de nadie. Decía un sacerdote amigo de la familia que nunca le oyó soltar una crítica a maldad. Pocas personas pueden presumir de eso. Yo no puedo. Sin embargo, lo más valioso me lo enseñó en el ataúd.

A mi abuela la vi muerta. Primero en el hospital, por la mañana, al enterarnos que había fallecido por la madrugada. El día anterior había tenido una parada cardiorespiratoria. Mi hermano y yo habíamos recorrido media España para verla. Y llegamos al garaje cuando sonó el teléfono. “La abuela está en parada...”, dijo mi padre. “¡Ay mi madre, pobrecita... mi madre!”, lloraba su hija. Mi hermano y yo no pudimos evitar echar unas cuantas lágrimas. Y no me da vergüenza decir que yo lloraba como un niño pequeño. No se me olvidará jamás aquel contraste entre los minutos anteriores y aquel preciso instante. Por un momento pensamos que saldría adelante. No fue así. El fiasco de mientras llegábamos al hospital se extendió durante todo aquel día. Mis tíos, mis primos llegaban. Todos a lágrima tendida. Era mi abuela, la santa, la más buena de la familia, la que se estaba muriendo. La que parecía inmortal, aun con los trotes de la vida, estaba muriéndose.

La vi muerta en la cama del hospital al día siguiente y, también, en el tanatorio. Allí estaba: muerta. Antes viva. Ahora no. Puede parecer evidente, pero cuando lo vives no se hace tan lógico. ¿Por qué se muere la gente? No lo sé. Lo único de lo que estoy seguro es que vivimos esta vida con un final. Siempre pensamos en la muerte como algo patrimonio exclusivo de los demás y del hombre en general. ¿Pero morirme yo? ¿Qué hacer con la vida cuando experimentamos que dentro de unos minutos, unos días o unos años estaremos muertos? Esa pregunta me la enseñó mi abuela. En el ataúd. Hoy hace un año y siete meses de su muerte. La echo de menos. Ya no está conmigo. Las tonterías de “está contigo cuidándote”, a mi no me sirven. Estará en el cielo mirándome, pero yo estoy aquí, sin ella.



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