Mi abuela era una de las mujeres
más guapas que he visto en mi vida. La recuerdo como la conocí: una
señora con el pelo blanco y rizado, unas mejillas hinchadas de
sonrisas y un vientre grande que dio a luz a siete hijos. A plena
vista era la transfiguración de una vejez que no es vejez siquiera,
pues podían pasar 80 años y el pelo blanco no diría nada en contra
de su belleza más oculta. Era la feminidad engendrada. Nada de
feminismos machistas ni de mojigaterías. Mi abuela no era tonta sino
una mujer de verdad. Mujer de esas que toman la vida “por los
cuernos” y se hacen respetar
no por el “mal genio”
sino por la capacidad que tienen de amar a los demás y de hacer la
vida agradable a los que tienen a su alrededor.
La
echo de menos a cada segundo que pasa. Y el problema se agrava. Si
recuerdo aquellas veces en las que no fui a verla porque estaba aquí
sentado, frente al ordenador, no puedo evitar sentirme culpable.
Estaba en la casa de al lado. No puedo disfrutar ahora de su
presencia, de sus años, de sus enfermedades, de sus ojos y sus manos
suaves. Ahora está oculta tras un velo de muerte. Pero no me
interpretéis en clave trágica. Todo velo se desvela. Cuando me
llegue la hora, no habrá tragedia para mí. Veré a los muertos,
pues seré uno de ellos. Y en verdad, estaré más vivo que los que
campan por la tierra. Hoy no hablo de la irreversibilidad de la
muerte o de la vida eterna.
Mi
abuela me enseñó muchísimas cosas. Entre ellas la belleza que
tiene no hablar mal de nadie. Decía un sacerdote amigo de la familia
que nunca le oyó soltar una crítica a maldad. Pocas personas pueden
presumir de eso. Yo no puedo. Sin embargo, lo más valioso me lo
enseñó en el ataúd.
A
mi abuela la vi muerta. Primero en el hospital, por la mañana, al
enterarnos que había fallecido por la madrugada. El día anterior
había tenido una parada cardiorespiratoria. Mi hermano y yo habíamos
recorrido media España para verla. Y llegamos al garaje cuando sonó
el teléfono. “La abuela está en parada...”,
dijo mi padre. “¡Ay mi madre, pobrecita... mi madre!”,
lloraba su hija. Mi hermano y yo no pudimos evitar echar unas cuantas
lágrimas. Y no me da vergüenza decir que yo lloraba como un niño
pequeño. No se me olvidará jamás aquel contraste entre los minutos
anteriores y aquel preciso instante. Por un momento pensamos que
saldría adelante. No fue así. El fiasco de mientras llegábamos al
hospital se extendió durante todo aquel día. Mis tíos, mis primos
llegaban. Todos a lágrima tendida. Era mi abuela, la santa, la más
buena de la familia, la que se estaba muriendo. La que parecía
inmortal, aun con los trotes de la vida, estaba muriéndose.
La
vi muerta en la cama del hospital al día siguiente y, también, en
el tanatorio. Allí estaba: muerta. Antes viva. Ahora no. Puede
parecer evidente, pero cuando lo vives no se hace tan lógico. ¿Por
qué se muere la gente? No lo sé. Lo único de lo que estoy seguro
es que vivimos esta vida con un final. Siempre pensamos en la muerte
como algo patrimonio exclusivo de los demás y del hombre
en general. ¿Pero morirme yo?
¿Qué hacer con la vida cuando experimentamos que dentro de unos
minutos, unos días o unos años estaremos muertos? Esa pregunta me
la enseñó mi abuela. En el ataúd. Hoy hace un año y siete meses
de su muerte. La echo de menos. Ya no está conmigo. Las tonterías
de “está contigo cuidándote”, a
mi no me sirven. Estará en el cielo mirándome, pero yo estoy aquí,
sin ella.
Bello.
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